Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

 

Pepita TURINA
o
la vida que nos duele

Juan Antonio Massone

LA MUJER QUE NO QUISO VER EL SOL

(*) Todas las citas corresponden al volumen: “Seis cuentos de escritores chileno- yugoslavos”, (Edics.PlaTur, Santiago de Chile, 1960. pp. 77-81. (1960)

          Difícil es que viva alguien en el mundo para quien la existencia no le haya sido en alguna oportunidad, una suerte de condena. He aquí una encarnación ficticia del desgano vital padecido en extremo.

          Gracia enviuda de Arnaldo. Desde entonces sólo atina a vivir su desgracia, porque la muerte de aquél es la clausura de todo futuro posible como realidad alegre o grávida de sentido. La muerte le desgarró para siempre el mundo. Desde ese instante sería desierto futuro en cada día y Arnaldo “viviría a través de las interpretaciones del recuerdo. Ya él no existía sino como representación imaginativa. La fidelidad del recuerdo dependería de la eficacia de las mentes sensibles a tos hechos pasados. Todo el resplandor del presente, que entrega la renovación de recuerdos, había desaparecido. Para avivar ese resplandor no quedaba sino la fría y escalofriante obsesión de lo que de él pudiera retenerse” (*).

          Hela en su actitud unidimensional como proyecto de vida. Gracia es mujer que vivió, padeció y soñó para ese otro, por eso la muerte se le allega con tono de condena definitiva, inclaudicable en su donación de azadas. La vida sólo le de­para una posibilidad: recordar, a modo de sobrevivencia, para salvar el pasado de la contaminación de lo yerto y continuar sus propios latidos como mentís a lo que ya es concluido. La otra forma de existir la recomendada por otros —aquellos asistentes al velatorio— no sólo la rechaza, sino que le es imposible. El jamás de Arnaldo es para siempre en ella. Los. contrarios se encuentran como el punto inicial y postrero de la circunferencia. Gracia es un personaje delimitado, partido y sin embargo, unificado en la herida incurable de su dolor hecho memoria obstinada, luto riguroso y caídas persianas, porque todo se le reduce a un no querer: “No quería olvidar, ni aturdirse, ni superar el dolor”.

          Pero ese desgano por lo vivo no corresponde únicamente a una voluntad de negación; antes bien, le va siendo como inficionado por esa misma muerte, pero también hasta hacérsele naturaleza intrínseca. Existen pocas, páginas donde el desvivir sea una consigna tan decididamente coherente y estimada como en este cuento. La narradora omnisciente sabe a la perfección el estado anímico de Gracia, diciendo una y otra vez las razones o mejor aún, la razón de aquélla para proceder como lo hace y, además, dar cuenta del verdadero sentido y matiz que el desvivir posee en esa viuda.

          “Nada era premeditado, sino acatado por la voluntad inquebrantable de hacer la noche en sus días, puesto que le había sido quitada la única luz que le interesaba: la del amor de su marido”.

          Nada más simple y aun verificable en muchos casos Pero lo simple de una realidad no congenia necesariamente con la superficialidad, sino por el contrario, con lo que es único y, generalmente, totalizador. La vida de Gracia era simple porque la vivía amando a un ser único: Arnaldo. La muerte de éste, debía llevarla necesariamente a la oscuridad, puesto que su luz ya no era. La lógica del drama en cuanto a causa y efecto, a tipo humano y forma de vivir, en Gracia es absolutamente coherente. Quiere el encierro de su casa porque ése es su mundo donde puede continuar imaginativamente viviendo el pasado. Lo que está fuera es lo otro, lo no querido, lo distante y extraño, la indiferencia a su dolor, la luz cegadora del día.

          El espacio es, por consiguiente, clausura. Un pequeño y gran mundo autosuficiente en el que cabe sólo dolor y por él se sobrevive. La casa y su jardín es el reino de una soberana estocada hasta su epílogo. Gracia podría suscribir las agónicas palabras de Getsemaní: “Triste está mi alma hasta la muerte”. Pero éstas se tornan más exactas en ella, puesto que no la alimenta ninguna esperanza, ni en un más allá ni en un más acá. Lo cierto en su caso, será lo que repita fielmente a su marido, incluso en una repetición de cuerpo. Cualquier otra forma simple y socorredora de los demás no le es siquiera delineada en su imaginación. Vive por y para el muerto. Tragedia suma y rotunda. Ni siquiera esboza algo de habla. Su pasión es centrípeta y más allá de cualquier fraternidad. Desolación omniabarcante.

          “Odiaba la vida en todas los aspectos que después, sin Él, habrían de presentársele. De antemano estaba dispuesta a no dejarse avasallar por el consuelo. Presentía que no iba a conocer. Cada minuto sería un desconsuelo. Sabía que muchos habían querido persistir en un dolor y buscaba mantenerlo vivo. Ella no buscaría eso. En ella el desconsuelo iba a ser tan natural como irremediable. Al afirmarse en su decisión de no querer ver más la luz del sol, era sincera y definitiva. Simplemente desdeñaba querer verlo. Quién puede privar a un ser de una necesidad intrínseca. ¿Los que quieren ver la luz del sol? ¿ Los capaces de consolarse? Su anormalidad no era locura. Era intensidad de dolor”.

          Pero en el fondo, ¿existe algo tan especial en la pérdida que tantos sufren de modo análogo? Se trata de la pérdida del todo afectivo y en esto, Gracia es diferente, no solamente ahora en su viudez, sino que siempre lo fue. En efecto, Arnaldo, motivo de su desamparo, fue hombre que le dio congoja con sus permanentes extravíos amorosos: “Era enamorado y bullanguero”. Empero, también le había dado su cariño: “Había llegado a quererla de una manera como saben querer los infieles”. La había amado tan peculiarmente como "para no olvidarlo nunca”. Porque a pesar de los devaneos afectivos y diversiones, supo hacer de ella un ser amante y con ello, plenitud, esa relativa suficiencia que pueden con el amor, alcanzar los seres humanos. Se sintió viva y su sentido estaba a resguardo de toda duda y de cualquier acontecimiento, aunque le causaran vivos celos. Ella los supo disimular: “su paciencia era un ardid para retenerlo; un ardid tan cultivado que llegó a formarle como una segunda naturaleza insensible. Lo quería tanto, tanto, que era imposible no tener celos. Los que no aman pueden eludirlos y ser indiferentes. Sabía, que Arnaldo era de ella y se atrevía a compartir las alegrías de él, que eran estar con otras mujeres, con muchas mujeres, pero también con ella”.

          Ese “también con ella” significa renunciar a ser afecto excluyente en el corazón de aquél, sin que por ello vea mermada su propia importancia en la vida del hombre.

          Resulta evidente la riqueza ideativa del cuento. La narración afinca su poder en lo dicho, no en la acción, pues casi no existe ésta. El sentir viviendo en pensamientos conclusivos es la materia del relato en el caso de Pepita Turina; pensamientos que siempre rezuman inexorabilidad, destino. Palabra ésta que explica el porqué del amor de Gracia a un ser como Arnaldo, tan inconstante. No obstante, para quien ama bastan las curiosas y misteriosas causas emanadas del ser querido, para que se conviertan en razones de fuerza e insoslayables argumentos imposibles a la desobediencia. Pareciera no importar demasiado lo que se nos entregue cuanto en nosotros sea despierto en esa poderosa presencia. El amor está más allá de la conveniencia, del cálculo, del esquema. Se nos impone simplemente. Tampoco existe la oportunidad de elección, sino del descubrimiento.

          Por otra parte, si los méritos son imposibles para quien desee alcanzar ofrenda de amor, así también resultan innecesarios en la persona que sea centro afectivo. El amor se impone en quien está dispuesto a él. No existe otra realidad más que la de quienes se establecen —más allá de diferencias y defectos— un enlace de fijaciones intensas. “¿Arnaldo merecía un amor así? Lo había despertado. Y lo que se convierte en un destino es como si se mereciera”.

          Un alma suspendida en un nombre vivido y padecido por Gracia en el espacio de clausura de una casa desvinculada, con sólo alguna expresión a la caída de la tarde. Estos son los aspectos que se concentran en la naciente viuda. Empero, existe otro muy importante para comprender más perfectamente la actitud de la mujer: los demás.

          ¿Qué lugar ocupan en la existencia de ella las gentes que asisten en las primeras horas del luto? La respuesta es una sola ninguno. Como ya lo indicáramos más arriba, los demás son lo ajeno, lo que no se conoce ni hay necesidad ni deseo para ello. Las gentes allí asistentes son más bien estorbo, los codiciosos de espectáculo, aunque puedan existir algunos sinceros y con alguna afectividad retoñada por una cierta posibilidad de regreso, como es el caso de un antiguo enamorado de Gracia: “Los antiguos enamorados creen que hay un resquicio para ellos en un corazón que una vez pudo haber latido con alguna preferencia”. Sin embargo, en ella esto no es ya posible. Después de Arnaldo, sólo la memoria fiel. Nunca algún otro.

          Refiriéndose a otras personas, más distantes o ignotas, que llegan al lugar donde la muerte existe, agregará la narradora:

          “Es difícil saber por qué en los duelos las casas se llenan de gente. Se acercan conocidos y desconocidos. Se saturan de tragedia y quieren ayudar a evaporarla con su presencia, o simplemente por curiosidad y entretenimiento de la tragedia. Las lágrimas como las risas son espectáculo. Hay trajes, gestos, movimientos. ¿La comprensión? Eso es lo de menos”

          Evidente desencanto y escepticismo en estas palabras, no porque no sean grandemente ciertas casi siempre, sino por la completa ausencia de espera por alguna posible que comprenda. Los demás son uno lejano e insensible de varias cabezas, pero siempre estorbo. Tal es la conclusión que nos vemos llevados a escribir.

          El estado depresivo de la protagonista se le siente explícito aunque se diga en elíptico silencio. Se suponen algunas frases entrecortadas, las preguntas y respuestas socorridas en tales ocasiones, el mirar sin objeto los atuendos fúnebres y, además; esa vista clavada y desnudadora a las lágrimas de la viuda. Todo ello es distancia inconmensurable. Nada de eso puede entregarles a los asistentes una clave cercana al estado del pensamiento de la protagonista y si así hubiera sido, la hubiesen motejado de loca, pues: “Es tan fácil considerar locura lo que no se alcanza a entender, lo que se sitúa distante de la propia concepción”.

          Aquellos, los demás, se van. ¿Alguna vez vuelven? Quizás alguno, pero los de esta narración jamás alcanzan perfiles singulares y únicamente se les cita en la participación de un acto cruel: la entrega de antiguas cartas dirigidas por Arnaldo a otra mujer. El enterarse de esto lleva a Gracia a un más ostensible oscurecimiento del mundo exterior, al enviar señas de humo por la chimenea “aunque era una primavera avanzada” y “oscureció el sol”.

          Aparte de la congoja por el conocimiento de una infidelidad rediviva, la viuda experimenta inconmensurable comprensión por el dolor de aquella destinataria, obligada por desgarradora simulación al no poder, como la mujer legítima del luto, vivir la expresión pública de su dolor.

          Los demás, pues, son los inoportunos que nada saben ni pueden hacer en bien de Gracia, porque o son superficiales, o son antojadizos, o no tienen criterio adecuado. Aunque la razón más decisiva para ello, resulte ser de la imposibilidad del reemplazo de Arnaldo. Al fin de la narración se les llama distantes, los eternamente extraños para esta curiosa “extranjera” del dolor y de la vida.

          El tiempo apenas transcurre, sólo se amontona, como se escribe en un pasaje. La muerte procrea muerte. El círculo se cierra en él para siempre jamás del corazón de Gracia. Los otros, incluyendo a los amigos, no poseen otra significación, sino la ajenitud ante el proceder de la protagonista.

          “En vano esperaron los amigos que se levantara una persiana y se abriera una cortina para dejar penetrar la luz del día. Estaban lejos de Gracia; de su mente y de su alma, de sus reacciones, de su sensibilidad, de su alquimia inconsolable. Distantes, como están siempre los amigos y los enemigos”.

          Gracia es “la mujer que no quiso ver el sol”. Su pesimismo es total y el entero universo le resulta desmayo y ausencia. Cuento este, muy cercano al ensayo narrativo, como si el relato de anécdota apenas fuera pretexto para comunicar una sensación, una conducta y una certidumbre dolorosa.


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© Karen P. Müller Turina