Cuentos

Pepita Turina

UNA MAÑANA

 Revista “Hoy” Año XI, Nº 586, Santiago de Chile 11 de diciembre de 1943, pp. 75-77.

Diario El Sur, Concepción, Chile, domingo 2 de agosto de 1936. p. 24 completa

Nota.- Entre las dos publicaciones hay muchos cambios. Después de siete años se lo replantea con muchas diferencias de frases y cambia hasta el nombre del personaje, en el primero es Malva Rosa y el segundo Clod y los últimos diez párrafos son nuevos. Se han puesto las dos versiones.

Ir a versión Diario el Sur 1936

         Al abrir sus ojos y percibir la claridad del nuevo día, escruta la hora en un reloj que se destaca en un ángulo de luz.

         Ilumina con su rostro en esos reflejos. Solo su rostro. Con la modorra de sueño que aún impregna de flojedad sus miembros ya en el pensamiento cae sobre su alma desencantada

         Piensa en sus desventuras.

         No olvida que es una mujer sola; sin padres, sin hermanos, sin amigos fieles.

         No la acompaña el amor. El desamor no la agita. Su padecer se sustenta de aquellas pequeñeces aparentemente estériles por esos dramas inconsistentes, ocultos, sin

         Arranques de lágrimas, sin sesgos melodramáticos.

         No sufre con intensidad los padecimientos considerados mayores y dignos de llorarse. Aquellos fenómenos violentos como la muerte, la ruina, la enfermedad, son para ella sucesos un instante insostenible, que luego resbalan por el consuelo hacia el olvido. En cambio, en las mínimas punzadas cotidianas sufre un mundo de pequeñeces irritantes.

         Fuera de esas causas de la falta de padres y hermanos, de sus dificultades económicas por las que es compadecida, nadie cree en otros motivos de lobreguez para su vida interior, porque sus ojos son serenos, porque su tez es tersa, porque se comporta de manera pasiva y razonable.

         Pero ella tiene esperas de tanta inquietud que parecen realidades. Todo la llena de enorme atención a sabiendas que de esos "todos" no vendrá el consuelo, ni siquiera la vaga aproximación posible. No; ni siquiera eso, ya que si algo le llegaba a suceder, tenía ese sabor confuso de lo mal realizado más que de lo irrealizable.

         Se levanta.

         Se viste.

         Busca en el espejo el reflejo de su físico. Se mira largo tiempo sin vanidad y sin aprobación. Quisiera ser más fea y, más feliz

         Aparta sus ojos del espejo, con rencor de enemiga.

         Luego vuelve a mirarse.

         Se acuerda que va a una cita, no de amor. Se acuerda que alguien la espera. Casi sonríe, casi se atreve a sentirse feliz. Piensa en esa amistad como en un amparo. Piensa en el hombre como en un apoyo un poco frío por la falta de amor, pero siempre agradable.

         En un anochecer, barzoneando, por una calle solitaria, había tropezado con ese hombre. Cambiaron, algunas palabras. Anduvieron algunas cuadras, aparejados en la sombra de la calle desierta. Se gustaron en una forma diferente.

         Él; aventajado, despojo de la guerra del 14, con las piernas temblequeantes y un alma de funeral, vio en ella la comprensión de un ser inteligente, el ímpetu de un espíritu libre, la completa insatisfacción de una mujer interesante y la feminidad que le proporcionaba recocijo en la sola y cercana contemplación.

         Ella; atormetada de vacíos y de plenitudes, ansiosa de un refugio consolador, encontró en él la compañía discreta de un ser experimentado que podía brindarle una amistad con posible mezcla de esclavitud para la satisfacción de sus caprichos más pueriles y principalmente un ser débil ante quien podía sentirse fuerte, vencedora.

         A él le gustó mucho la amiga improvisada.

         A ella no le gustó él ni poco ni  mucho. Lo consideró como un acontecimiento fortuito que la salvaba de su desolada situación.

         Clod sale a la calle con un paso lento y seguro. Se detiene en las vitrinas. Saluda con amabilidad a los conocidos. En su rostro parece trazarse la frase consoladora. "Me faltan muchas cosas, pero tengo hoy un amigo, un buen amigo".

         Va hacia él poco temerosa de infelicidad, como seguía segura sobre su sino confiado en la sabiduría de su intuición y de su experiencia. “Pocos acontecimientos peores que los que me han sobrevenido podré conocer ya —se dice —. "Es la repetición de mis peores momentos lo que más puede aterrarme" "Me aterran las recaídas no la novedad."

         Va bien dispuesta para su mínima felicidad posible. No quiere preocuparse de sus ansias secretas, de aquellos latidos insubordinados de sus ambiciones sofocadas por la conciencia de su mala suerte.

         Se reserva para lo posible. No quiere perder el tiempo en esperar lo que no merece o lo que le niegan.

         Con pasos lentos, entretenida en sus reflexiones, ha llegado sin sentir a ese lugar donde quedaron de encontrarse.

         El amigo ya está allí. Se le acerca: Estrecha con efusión su mano enguantada. Le dice unas frases muy amables mientras su rostro resplandece de intensa alegría. Y la coge de un brazo para llevarla hasta un banco casi oculto  entre retamas florecidas.

         Ella sufre en su brazo el falso apoyo de la mano del amigo, cuyos deseos acariciantes movedizos delatan una caricia disimulada una búsqueda de roce.

         Siente que ha perdido al amigo. Venía dispuesta a portarse como una alegre niña parlanchina, a poder ser sincera. Y la amistad se ha desvanecido. El incomparable amigo de ayer se ha trasformado en el ridículo de hoy.

         Clod calla. No encuentra ninguna palabra adecuada a la circunstancia. Su silencio semeja una emoción del encuentro y del paisaje. ¿Podré engañarlo? —se pregunta. “·Temo que no”— se responde. Desea engañarlo en el sentido de que el cambio de actitud de él no le ha sorprendido ni disgustado o también de que no se ha dado cuenta… Y, sin embargo, no intenta urdir la manera de llegar a ese engaño.

         En el banco de piedra, de hermosa rusticidad, mira las piernas colgantes de su desforme y bajo compañero, cuyos pies no alcanzan a rozar el suelo. Y ante los que pasan cerca de ella, se pregunta recónditamente aterrada: “¿Y este hombre representa ser mi compañero de amorosa soledad?"

         Los jóvenes que se amaban, que se sentían felices y complementados estaban con ellos, y hasta más separados que ellos, en los bancos de piedra entre las matas de retamas florecidas. Y en las parejas que los miraban, ella creía adivinar como una compasión.

         Un trío de ciegos se detiene en un árbol cercano. Una melodía de violines perfecciona el paisaje. Clod escucha los primeros acordes con emoción y la pieza entera con disgusto, con rebeldía de desamor porque el “amigo” ha rodeado su cintura como cosa suya y amada. Y ella siente ese brazo como un peso sobre el paisaje, sobre la melodía y sobre su vida.

         Un grupo de curiosos rodea pronto a los músicos ambulantes. Clod con un ademán casi violento, quiere quitar de su cintura ese brazo que la aprisiona.

         El no consiente.

         Ella alega por los ojos que los miran.

         —Gente anónima—dice él.

         —El anonimato también ve, también juzga— dice ella.

         Por un instante le parece ella a él ridícula y prejuiciosa.

         La mirada dura y firme de Clod le hace ¡al fin! obedecer.

         Si ella hubiera podido disfrutar de la cercanía y el abrazo. ¡que le hubiera importado el mundo! Y siente que le ha preocupado en demasía, porque lo que ha mostrado a las gentes ha sido siempre los fracasos o las tergivencias de sus anhelos. Si era su felicidad lo que exhibía, no le hubiera importado la contemplación, ni siquiera la curiosidad malevolente y hasta irónica de los seres conocidos o anónimos. Ellos no eran amantes ni prometidos de amor. Lo molesto para ella estaba en lo que parecían.

         Clod ve salir de entre el boscaje espeso, una pareja en que ella trae en la mano un delantal enorme que le has resguardado de ensuciarse el traje blanco. Vienen sonrientes y dichosos de haberse revolcado en la tierra generosa y de haber salido de su goce sin una mancha delatora en sus vestimentas.

         Ve a la muchacha alisarse el pelo, pintarse los labios, quedarse fresca, remozada, incólume.

         Que importa el traje descompuesto, la cabellera revuelta, los labios despintados -cosas tan fáciles de recomponer- si en el pecho anida una dichosa serenidad. Ella tiene descompuesta el espíritu por la cercanía de aquel amigo que resulta desastroso como amante y lo que es peor quiere parecerlo y lo que es peor aún desea serlo.

         Y lamenta que al separarse de él no necesitará hacer ninguno de esos movimientos femeniles que arreglan, con un sobresalto gozoso uno de esos desperfectos  que el contacto con la felicidad ha descompuesto.

         Una algarabía de voces, de risas, de pasos marciales y de música quiebra el silencio.

         Ella y su compañero abandonan el banco de piedra y salen al camino.

         Desfila un regimiento. Las gentes se arremolinan movidas de curiosidad y de atracción. Todo un mundo puebla la calle ante desierta. Ellos también van a mezclarse a la multitud ruidosa. Están como en una feria, apretujados entre un grupo heterogéneo. Y Clod se siente sola. Tiene un compañero de proximidad, en el roce de sus ropas. Entre el gentío es sujetada por la mano del amigo indiferente. Esas manos se posan en sus hombros sosteniéndolas como una cosa frágil y propia. Y ella se le encristalan los ojos de lágrimas de soledad.

         Cuando pasa el regimiento y los grupos se desbandan ellos se despiden.

         -Hasta mañana - musita él con un acento dulce y cariñoso.

         -Hasta mañana - responde ella con una seguridad falsa, mientras todo su ser interior dice: "Hasta nunca".

         Cuando va caminado presurosa hacía su casa, un obrero sudoroso que sale de la faena de una construcción la ve pasar y señalándola dice a un compañero:

         -¿Ves? ¡No hay como esa joven!.

         Bajo el sol de meridiano el hombre se siente cansado y viejo de puro cansancio. Y al ver el andar apresurado de Clod, su tez opaca, su traje vaporoso; esa aparente frescura y esa agilidad despavorida que tiende hacia la soledad y el descanso, se regocija envidiando amable esa juventud alada que parece anular con su paso liviano el largo de las calles y el fuego del sol.

         Las palabras del jornalero, que delatan una creencia errada y un levantamiento de ánimo al solo verla, avivan en ella el suplicio de su alma dimitente y le hacen desplegar a pesar suyo una sonrisa.

         Al verla sonreír, el hombre de la calle se alegra de que la niña fina tenga una sonrisa aceptante para su homenaje.

         No sabe el hombre hasta qué punto esa mujer aminoró su fatiga con el rápido influje de su ágil pasar, lleva los pies cansados, la febril fijeza de un dolor reciente y la desolación de las remembranzas y de los intentos inútiles para evadirse de su lacinante soledad.

         Y ni siquiera es joven. Le ha dado una impresión equivocada de adolescencia. Está ya cercada por la proximidad de la madurez.

         Clod apresura más el paso. Casi corre, pegada a la casa, en la línea de sombra que a cada minuto tiende a desaparecer. Desea la soledad, el silencio completo, la penumbra, para descomponerse de toda actitud ficticia y llorar sus lágrimas retenidas. Camina al margen de su desventura sin despegarse un ápice de ella. Ya que está sola, fatalmente sola, quiere reprentar sin ocultamiento el drama repetido de sus actitudes solitarias.

         Llega ¡al fin! A su casa.

         En la escalera se cruza con algunos vecinos de departamento. Dice esas palabras que decimos los seres para encajar en lo usual.

         Le preguntan "Como le va" y responde: "Bien"

         Al entrar a su cuarto experimenta un vértigo de vacío.

         ¿Que hacer? —murmura con los ojos desmesuradamente trágicos en la exteriorización verídica de su sentir.

         Y cuando ya puede libremente llorar, no lo hace. No deja crecer su descontento; lo presiona con una resignación adaptable a la forma de su dolor. Aunque considera que la resignación es una especie de decadencia enemiga de la causa que la hecho sufrir un súbito orgullo le resta abatimiento.

         Ella, que sabe arrancar de las serenidades mínimas —porque no ha conocido las mayores— una razón para seguir viviendo, con ojos tristes mira curiosa un libro nuevo que una mano conocida ha dejado en su ausencia sobre la mesa. Con dedos temblorosos lo coge, lo hojea y se sienta a leer.

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© Karen P. Müller Turina