Cuentos

Pepita Turina

CUANDO ELLA VOLVIÓ
Teatro irrepresentable

Revista “Atenea” Año XXI, Nº 223, Tomo LXXV. Universidad de Concepción, Concepción, Chile, enero 1944, pp. 9 - 14.

          El agua y el viento acompañan, con sus multiplicaciones de maderas que crujen y de techos y vidrios golpeados, la frase simple con que el marido recibe a la mujer que vuelve después de un año de abandono.

          —No me pidas perdón. No me humilles. Yo no debo ser ya el mismo.

          Ella, en el extraño mundo exterior de las explicaciones, sólo acierta a decir, corno primera disculpa:

          —Conozco mi falta; una coquetería que no se detuvo.

          En él no hay ningún signo de severidad. En ella están todos los signos plásticos del arrepentimiento.

          El diálogo desleído en formas tranquilas, trata de armonizar las ideas de dos almas definitivamente distantes.:

          Dice él:

          —Yo esta vez no lanzo palabras banales. Quiero ser, siquiera aquí, en este instante, lo que no antes.

          Tú sabes. ¿Recuerdas?

          Dice ella;

          —Nada recuerdo. No quiero; para empezar de nuevo.

          Y así continúan:

          —No quieres. Uno no debería decir nunca lo que no que quiere. Uno debería emplear la indiferencia.

          —Sería una táctica.

          —Me lo dices ahora que vienes a pedir perdón. La táctica en amor ya sabemos de dónde parte y en dónde muere.

          —¿Que dices?

          —¿Ves? Tú lloras. Suplicas o intentas algo que no confiesas.

          —Lo he confesado. ¿Estas lágrimas nada te prueban?

          —Asoman en el instante de la necesidad. Si uno no tuviera lágrimas…

          —Nosotros no tenemos esa serenidad. El razonamiento debería guiarnos.

          —Intentas reconocer lo que en ustedes no tiene reconocimiento.

          —No intento nada. Voy siempre libre.

          —Tu libertad no me interesa. Es la libertad mía, es la libertad tuya, es la libertad de

          todos, hasta la de nuestra hija, la que interesa.

          —Yo la he tenido para quererte.

          —Yo te he querido siempre.

          —Y tú ¿podrías dudarlo de mí?

          —No lo dudo. No lo pienso. Hace mal pensar. Tú, como muchas, piensas hasta después de las resoluciones. Nunca se detiene tu pensamiento, ni encuentra solución a tu deseo. La esperanza en ustedes las mujeres, adquiere formas múltiples y jamas se define.

          —Me juzgas.

          —Te juzgo hoy que puedo hacerlo, cuando vuelves, cuando tengo estas razones y vuelvo a cogerte después de tanto tiempo

          —Yo pensaba en ti.

          —Me lo dices de manera sentimental. Yo te respondo que te he querido. Tú me lo niegas. Te pones a retaguardia, como en sospecha, como en espera de comprobarlo. No te interesa creer. Las mujeres no están capacitadas para creer ni en lo que les agrada.  La comprobación es todo.

          —Tenemos miedo.

          —Tienen miedo, porque la imaginación no las hace avanzar nada. Son simplemente realizadoras, a pesar del miedo.

          —Eres incomprensivo.

          —Me lo dices precisamente cuando sabes que, soy comprensivo. Te lo pruebo recibiéndote.

          —Sigues dudando. Te burlas de mí.

          —¡Que yo me burlo! Parece que ignoras lo que es burlarse, sobre todo de la mujer con quien se ha vivido algunos años. ¿De qué podría burlarme tratándose de hechos que más bien son dramáticos que grotescos?

          ¿Acaso soy un mal hombre, un degenerado? ¿Nada te comprueban los siete años de casados?

          —Hemos vivido mal.

          —¿Quién ha tenido la culpa? Yo he vivido conforme con lo que éramos y teníamos. Tú… permanentemente inconforme. No. No intentes negarlo, vas a repetir lo mismo; que tus padres, que tu casa, que te casaste niña inexperta… Dime; ¿qué experiencia que querías? ¿Cuál necesitabas?

          —No puede antes saberse eso.

          —Es que además, no pensaste nada.

          El silencio sorbe las explicaciones. Una voz de niña enferma que reclama atención las infla de nuevo.

          Dice ella:

          — ¿Qué ha dicho?.

          Dice él;

          —¡Que podría decir! Preguntaba por ti. ¿Y querías que le respondiera con la verdad? Antes, acaso no tuve interés en descubriste. Tan cerca estaba de ti que ha sido necesaria esta lejanía para que yo…

          —Para que tú qué…

          —Para que yo mirara en perspectiva, para que me naciera la crítica que hoy me veo obligado a esgrimir.

          —El amor es ciego.

          —Eso se dice…Y es falso…¿El mío lo quisiste descubrir derribándolo?

          —No deseo contestarte hoy. Me estás juzgando.

          —Nada de eso. Te digo en palabras lo que no puedo decirte de otra manera.

          —A la hora en que pensamos lo que no puede ser viene la poesía.

          —Siempre queriendo precisar lo impreciso, descubrir el sentido de lo que escapa, desconociendo y aún torciendo lo que avanza hacia su línea de reposo.

          —Lo demás es poetizar.

          —Vuelves a lo mismo. Nosotros tenemos la culpa de que ustedes sean así; hacemos los héroes; los héroes que nada resuelven y que se quedan en hombres.

          —Un día me conocerás.

          —Me lo dices ahora, pasados algunos años. Incomprendida. Ignoras que es el amor el que tiene interés en descubrir nada de lo que queda fuera de él,

          ¿Por qué yo debería estar más allá de mí mismo?

          —Nadie pide eso.

          —No lo pide, pero lo deseas. Las mujeres tratan de conseguir eso en cada ocasión propicia.

          —Hay algún interés inconfesable?

          —Siempre hay más de algo que no puede decirse. Es la reserva de las futuras contingencias.

          —Querrás decir que yo me casé contigo por interés.

          —No hay una línea que demarque la parte en que queda el interés y la parte en que determina el desinterés. El matrimonio envuelve un fin interesado.

          ¿Cuál? La familia, en nombre de la sociedad, interviene: ella elije de antemano su conveniencia. No sé cómo la llame.

          —Así debe ser.

          —Así debe ser, cuando ustedes así lo han resuelto. Bueno. ¿A esto has venido? ¿Para esto te he recibido yo? ¿Para discutir? Pensabas encontrarte con el otro con aquel que no estaba en mí. Me quieres, pero agrandaría que fuera "el otro", que piensa de otra manera. ¿A quién estarás queriendo entonces?

          —Tergiversas. Intentas torcer las razones.

          —…A la sombra de mí al ideal de ustedes

          Habláis de ÉL y no le habéis situado,

          —El instinto nos guía.

          —Esa es la única razón fuerte, pero se interpone a veces entre lo que ustedes son y lo que desearían

          —Vivimos de convenciones.

          —Ah. Eso es. Las convenciones. Las convenciones. Tu crees que no lo sé todo. He sido el bonachón, "marido ideal". Tú has vuelto para que yo haga el héroe para darle gusto al honor de esos parientes y amigos que nos asaltan a consejos morales. Que yo haga el héroe, el que solo sabe darle gusto a los cobardes. El héroe ha caído en ridículo desde que quiso apropiarse de lo que era patrimonio de la humanidad: el amor. Mi honor nada tiene que ver con eso. Soy yo el que me cuido; no los otros. Y desde hoy te digo, a ti, únicamente a ti, que te recibo, que te perdono porque ya no te quiero. Serás la cuidadora... de quién necesita ser cuidada. No de mí, ni siquiera de ti, que ya no me importas.

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© Karen P. Müller Turina