Cuentos

Pepita Turina

LA NIÑA PELIRROJA
Cuento navideño

Nota.-[Se encontró anotación manuscrita de la autora que indica que fue escrito y publicado hace 30 años. Leido en una presentación. Se ignora dónde]

 

          Le gustaba mucho dibujar. Más que nada figuras humanas. Antes que otros niños les dio un aire de personas muy llenas de detalles y siempre acompañadas. Jamás dibujaba una figura sola. Antes o después les añadía un compañero, una compañera, y hablaba: “Para que no esté solo”.

          Su mamá tenía un álbum voluminoso donde guardaba sus dibujos. Y el se entretenía mucho hojeándolo, mirando esa variedad de figuras. ¡Qué no había! Bomberos, militares, señoras, señoritas, viejos, choferes, payasos, trapecistas, colegiales.

          Para festejar sus nueve años, como regalo de cumpleaños, su madre le llevó a al teatro, a ver el ballet “Coppelia”. Después de haber visto esa historia en que un viejo quiere transmitirle vida y alma humanas a la más linda de sus muñecas y lo consigue, él imaginó poder darle vida a sus personajes dibujados y rodearse de ellos como los mejores amigos, puesto que había salido del trabajo de su lápiz y tenían la hechura de sus preferencias. Más y más se dedicó a mirar desde entonces el álbum donde abigarrados colores de sus figuras formaban la fantasmagoría de sus anhelos.

          De adolescente guardaba aún este recuerdo de la infancia, en la cual quiso que sus figuras dibujadas con lápices de colores cobraran vida, para formar con ellas el más singular circulo de amigos perfectos y leales, ya que hablan sido diseñados por él, con todas las características de sus predilecciones.

          — ¿Y las niñitas pelirrojas? — se preguntó. Había tantas y tan repetidas niñitas, casi siempre colorinas, con la tez exageradamente blanca y los ojos muy negros y muy grandes que le ocupaban la parte superior del rostro, como un antifaz. Y por primera vez se dedicó a pintar en una hoja más grande, un solo rostro de muchacha pelirroja. La pintó con rasgos muy de su agrado, imaginándola como una posible novia. La pintó como un enamorado pinta a su amada que le sirve de modelo. Era el modelo de sus quimeras de la infancia, prolongadas a sus ensueños de adolescente. No, no habla cambiado de gusto por las mujeres. Ese era el físico más atrayente.

          Varios días trabajó en esa pintura. Le quedó tan primorosa que la clavó en la pared de su habitación, para contemplarla desde  su cama, cada noche. Y pensó, más de una vez, que quizá pudiera cobrar vida, no como la irreal muñeca del viejo Coppelius no en la realización imposible de que saliera de la cartulina, hecha una mujercita de carne y hueso, no, pero... ¿quién sabe?; podría encontrarse con ella en una esquina, en un baile, en un viaje, ¡quién sabe! Los sueños suelen realizarse ¿o no?, cuando se busca, cuando se insiste, cuando se persigue con fuerza un anhelo largo tiempo alimentado. América ¿no era el sueño de Colón? Los libros de los escritores ¿no son sus imaginaciones impresas? El teléfono ¿no era la voz transmitida por uno que soñó acercar distancias?

          Cuál no seria su sorpresa cuando el primero de mes hubo una mudanza en la casa vecina y entre los nuevos moradores venia una quinceañera pelirroja. La empezó a mirar cuantas veces podía, más que a mirar, a atisbar. Descubrió que se parecía mucho a la niña de sus sueños, sólo que tenía los ojos chicos, no como su modelo de ojos de antifaz. Empezó por importarle, pero después, poco a poco, dejó de importarle. Ya conversaba con su vecina y esos ojos eran sonreidores y dulces. Se le achicaban más al reír, casi le desaparecían con una gracia inigualable.

          Salían juntos al colegio. No iban al mismo colegio, pero era la misma ruta. estaban en el mismo grado de curso y comparaban sus estudios. Muchas tareas las hacían juntos. La pelirroja era muy inteligente y aprendedora.

          Los encuentros duraron todo el año.

          Al acercarse la Navidad hubo un contacto amistoso entre las dos familias y resolvieron celebrar juntos la Nochebuena.

          Los dos ayudaron a arreglar el pesebre. Al llegar la esperada noche cantaron villancicos, comieron pavo, recibieron muchos regalos.

          — Para que nunca me olvides — le dijo ella entonces, pasándole un paquete finamente envuelto, que traía un llavero dorado, con un pescadito flexible que parecía vivo.

          Y añadió:

          — No creas que mi mamá compró el regalo. Lo compré yo y con los ahorros de mi alcancía.

          Tenia una bonita alcancía que era un molino de plata con las aspas movibles.

          El guardó silencio. Se avergonzó un poco, porque su papá le había dado el dinero para sus compromisos de regalos. Y tomando una cajita trasparente con un pañuelo arreglado adentro como una rosa, se la pasó con cierta timidez.

          — Yo no me sonaré nunca con ese pañuelo. Lo guardaré tal como está — le dijo ella.

          Se acercaron a mirar el pesebre.

          —  ¿Tú crees en el Niño-Dios? — le preguntó ella.

          —  No — respondió él. — Mis padres creen. Me parece bonita la leyenda. Las leyendas son cuentos que se viven como un teatro. ¿es necesario creer?

          En ella se rompió el encanto, ante la incredulidad de su amigo. Fue el principio de un distanciamiento que los llevó por caminos diferentes

          Pero para ambos fue el primer amor, el más puro amor y é1, más que ella, lo guardó entre sus recuerdos como una linda época de su vida,

          Su dorado llavero, que conservó siempre, le sirvió para cambiar muchas llaves, diferentes llaves para abrir muchas puertas, distintas puertas. Y cada Navidad, el articulado pescadito le trajo la realidad inolvidable de un suceder jamás desvanecido.

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© Karen P. Müller Turina